Un plato especial

 

El muchacho se levantó como cualquier otro día para realizar su trabajo. Abrió la puerta. Vio la bolsa con restos que había sacado la noche anterior. Decidió entrarla para no levantar sospechas. Esparció todo en el fondo del jardín para trabajar la tierra. Por las noches acostumbraba abrir la ventana de par en par. Contemplaba la huerta y escuchaba minuciosamente el sonido que provenía de los vegetales. Disfrutaba de ese momento mágico en el patio. Con sus manos laboriosas, abonaba y sembraba cuidadosamente para que las plantas crecieran bien fortalecidas. Elegía las mejores, comenzaba a cortar, arrancar y recolectar.

Tenía una planta especial, era una especie rara, con hojas alargadas en forma de dagas, pero lo más llamativo eran sus flores extrañas, con su capullo cerrado por numerosos pétalos blancos, que al abrirse, parecían dientes de alguna bestia salvaje. Su belleza era casi hipnótica.

Por la vereda de enfrente del cementerio solía pasar una de sus vecinas. Era una apasionada maestra de biología. Cada vez que caminaba por allí, miraba a través del cerco las plantas exuberantes. Había algo que le generaba cierto misterio y atracción a la vez. En uno de esos días de verano, acordaron compartir una cena. Ella se encargaba de los preparativos. Mientras cortaba los vegetales, podía sentir la textura y nervadura de las hojas como venas llenas de vida. Durante la preparación del arroz, se detuvo a pensar: ¿y si las frutas y las verduras tuvieran sentimientos? Él, salió rápido hacia el depósito a buscar un trozo carne para un plato especial.

En el fondo de la casa un ruido imprevisto llamó la atención, ella se levantó asustada de la mesa y fue a echar un vistazo. Movió levemente la cortina y miró a través del vidrio. Le pareció distinguir una figura que se escabullía en la oscuridad de la noche. Su cuerpo quedó atrapado de un miedo extremo. Observaba inmóvil la sombra que crecía lentamente en la pared y se desplazaba hasta desaparecer rápidamente. Al retroceder, se chocó la bolsa con restos.

Desde el rincón, sintió una mirada oscura y penetrante. En sus ojos vidriosos se reflejaba la escena terrorífica. Una fuerte opresión en el pecho la dejó aturdida, mientras trataba de entender el corte en su garganta. Apenas con fuerzas, abrió la puerta trasera para escapar y cayó en la hondura del silencio. Él la tomó de ambos pies y la arrastró hasta subir el cuerpo a la mesa de trabajo.

Tocar los trozos de carne fresca y sangrante le provocaba una sensación de placer. Luego retiró cada vestigio de sus manos. Su ropa y el rostro se encontraban salpicados de ese fascinante líquido rojo. La idea era obtener un cráneo, de modo que no le quedó más remedio que cortar. No era fácil, pero gracias a la sierra guardada bajo la manta y su habilidad con la cuchilla, le fue posible terminar. Observaba el hecho espeluznante, pensaba en la locura que había cometido, no lo podía creer. Como si hubiera actuado bajo el impulso de un demonio perverso.

Mientras los girasoles dormían a la espera del sol, los tomates rojos explotaban de furia. El rostro de ella aprisionado, se confundía entre los repollos morados. De la carne desgarrada, la sangre se abría paso y regaba la tierra. Los bichos emergían y se retorcían bajo el claro de la luna. Se aferraban a las plantas de la huerta y hurgaban las partes del cuerpo como una plaga.

Con suma tranquilidad, el abrió la puerta y entró a la casa. Tomó los sesos, mientras el color rubí se extendía, los acomodó de manera serpenteantes para decorar el plato especial. El Angelito, con su sonrisa siniestra, se dispuso a terminar el delicioso arroz con verduras que ella había dejado a medias.

Pasaban los días y las pesadillas no lo dejaban dormir. Ya venía atormentado por un crimen cometido hacia un tiempo atrás. Los pensamientos de terror lo asediaban cada vez más. Como si una voz en su cabeza lo impulsara a confesar el crimen. Contrariado, por momentos sentía el deseo de correr desesperado y gritar con todas sus fuerzas que era culpable. Por otro, deseaba tener coraje para arrancarse la lengua y no manifestar la muerte.

No supo ya qué pensar, qué hacer, se sintió abrumado y perdido. Aturdido y ahogado por la angustia, caminó tranquilo hacia la calle, como si aceptara su destino. Gritó la culpa de asesinato y tomo su puñal favorito, impulsado por el demonio, se cortó la lengua.

 

 

Julio Rosales