Escritura nocturna

 

 

No era la primera vez que Luis se escapaba al taller donde trabajaba su padre. Se sentía atraído por las herramientas. Aunque le habían dicho que no lo hiciera. Ese día él quiso imitar lo que ya había visto. Sin medir las consecuencias, tomó la lezna más puntiaguda y trató de realizar un hueco en el cuero. Lo que sucedió le cambiaría la vida.

Su madre, desesperada, lo llevó al centro de salud del barrio, pero allí ya no podían hacer nada. Pidió auxilio, el vecino sacó el auto y lo llevaron hasta el hospital. Ella le trajo algunas cosas que alcanzó a meter en una bolsa. Los otros hermanitos quedaron al cuidado de la abuela.

Cuando llegaron, Luis ya había dejado el llanto y el dolor y comenzó a sentir mucho frio. La sala tenía varios chicos quejosos y rostros de madres angustiadas. A ella le dieron una lista de remedios para comprar. Revisó la cartera, aunque sabía que el dinero no le alcanzaría. Se quitó el anillo y la cadenita para ir a empeñar. Regresó con algunos medicamentos, un paquete de galletitas y un sachet de leche. Él no quiso comer ni tomar nada. Pidió su juguete, lo acariciaba como si tratara de reconocerlo.

El doctor le indicó que lo prepararan para la intervención, que le explicaran a Luis que iba a ser algo sencillo y rápido, él dijo que no tenía miedo. Su madre lo acompañó hasta la entrada de la sala. Antes de dejarlo le dio un beso en la frente. La operación no duró mucho tiempo, cuando salió, todavía parecía dormido por el efecto de la anestesia. La palidez del chico la asustó. El médico le explicó que ya no había caso, tal vez esperar sólo un milagro. Ella no se pudo contener y se fue a llorar en el pasillo. Luego de unas palabras de consuelo, le dieron las instrucciones para seguir un tratamiento.

Partieron esa mañana de noviembre, el día ya venía desconcertado, hacía calor, el sol quemaba tan fuerte como el dolor en su alma. Llovió un poco, luego se despejó y salió el arco iris, después volvió a llover. Bajo un cielo destartalado de martes, ella sintió que el mundo se le caía encima. El proceso de adaptación a su nueva vida, sumergió a Luis en su escritura nocturna. Las líneas de las huellas dactilares se entrelazaban en el relieve de cada punto, dando forma a todas letras.

Fue así como Luis, en el taller de su padre, inventó el arte de acariciar las palabras.

 

Julio Rosales